sábado, 3 de octubre de 2009

LO QUE SÉ VERSUS LO QUE SIENTO

Uno de los grandes problemas que enfrentamos en la iglesia hoy, tiene que ver con la dicotomía entre SABER y SENTIR.

Nos movemos más por lo que sentimos que por lo que conocemos o sabemos, y esto es un grave error.

Sabemos lo que la Biblia dice respecto a la mayoría de los temas que tienen relación con el diario vivir. En ella, Dios ha instruido cabalmente en relación con la vida de soltero, matrimonio, relaciones en la iglesia, entre hermanos, la administración del tiempo, dinero, crianza de los hijos, relaciones en el trabajo, y un sin número de otras situaciones concernientes a la vida social, espiritual, física y moral. Por lo tanto podemos decir que sabemos lo que Dios piensa acerca de determinado tema.

Pese a lo anterior, parece ser que el hecho de conocer lo que Dios dice respecto a algo no soluciona el problema. El mero hecho de oír la Palabra no transforma nuestra vida ni tampoco cambia significativamente nuestras circunstancias.

¿Cómo es posible entonces, que aun sabiendo lo que Dios piensa o dice sobre algo, todavía nos dejemos mover por nuestros sentimientos?

Hacemos de los mandatos de Dios algo opcional sujeto a nuestro sentir del momento. Es así como muchas veces no nos congregamos por el hecho de no sentir ganas de hacerlo. O no oramos, o no estudiamos la Palabra, o no hacemos misericordia, o cualquier otro asunto propio y esperable de la vida cristiana.

El libro de Hebreos menciona que a un grupo de hermanos no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe por parte de quienes la oyeron. Así que aún la Biblia da testimonio de esta situación y lo llama incredulidad.

Cristo enfrentó el problema de la incredulidad. Lo que llevó a los escribas y fariseos a urdir la muerte del Señor fue precisamente su incredulidad: ellos no podían aceptar (creer) que Jesús era quien decía ser. No obstante el conocimiento teórico que tenían sobre el Mesías, fueron incapaces de recibirlo, porque no lo reconocieron. Tenían una idea de Mesías que no encajaba con Cristo. Fue la misma incredulidad la que impidió que él hiciera milagros entre los fariseos,

Abordando más derechamente el asunto, muchas veces sabemos lo que Dios o la Biblia dice (y aun nos parece maravilloso oír de los prodigios hechos por el Señor), pero no creemos que pueda hacer lo mismo por nosotros o aún peor, NO SENTIMOS que el puede hacerlo por nosotros.

Desgraciadamente, nuestro Señor advirtió sobre este fenómeno tan común en nuestras congregaciones. En Lucas 18, El preguntó: cuando el Hijo del hombre vuelva ¿hallará fe en la tierra?

Es terrible tener que reconocer el hecho triste que le creemos más al diablo que a Dios, y esto sabiendo que el enemigo es padre de mentira.(Juan 8:44b)

Jesús dijo mis ovejas oyen mi voz. ¿Será que al igual que en su visitación hace 2000 años, simplemente no estamos oyendo su voz? El mismo Cristo advirtió que creerían más a otro que a Él y es precisamente lo que vemos ocurrir en estos días.

Oímos la voz del maligno hablando (en contra nuestra) toda clase de calamidades, diciendo que nos va a ir mal, que Dios no nos va a oír, que nuestras oraciones no serán contestadas, que la provisión que necesitamos no vendrá, que nuestra enfermedad no tendrá sanada, etcétera.

¿Y qué hacemos? ¿Corremos a la oración a tomar el escudo de la fe para apagar estos dardos del maligno? (Efesios 6:16) ¿Acudimos a la Palabra buscando argumentos bíblicos válidos para corroborar tales acusaciones?(Oseas 4:6a) ¿O al menos probamos el espíritu o la fuente de dichos pensamientos?(1 Juan 4:1)

Me temo que la respuesta para cada pregunta anterior es “no, no hacemos nada de eso”. Simplemente creemos y aceptamos las acusaciones, (cual niño acepta sin cuestionamientos la existencia del viejo pascuero) para nuestro propio perjuicio.
Con esto hacemos al diablo un grueso favor.

La Biblia dice que no ignoremos sus maquinaciones, es decir, su manera de atacarnos, para que él no pueda ganar ventaja sobre nosotros. Y precisamente, al tragarnos toda su basura le estamos dando a él amplia ventaja sobre nuestras vidas, le damos el permiso para engañarnos.

A esta altura de nuestro peregrinaje, creo que para ninguno de nosotros es un secreto que confiar en las emociones o en nuestros sentimientos puede resultar contra producente y peligroso, muy dañino en efecto.

El hecho entonces es que los sentimientos son variables, inestables, muy poco confiables como para hacerles caso.

El gran mal de la iglesia contemporánea radica en que el estilo de vida actual pone un gran énfasis en lo sensitivo, dejando de lado la palabra más profética más confiable a la cual hacemos bien en estar atentos (Pedro)

Debemos volver a la fe en la escritura, la cual lleva el sello invariable de la fidelidad de quien la estableció, esto es Dios mismo.

Como testimonio de la solidez y estabilidad de su palabra el Señor dijo en una ocasión: “el cielo y la tierra pasaran pero mis palabras permanecen para siempre”. ¡¡Vaya que afirmación!! ¿Quién más podría inequívocamente decir algo semejante?

Volvamos hermanos a la sencilla práctica de obedecer y creer a la palabra escrita del Señor. Dejemos de vivir tanto basándonos en lo que sentimos y regresemos para vivir de acuerdo a lo que conocemos.

Ningún médico operaría a alguien solamente apoyándose en lo que "siente". Su sentir puede ser útil, siempre y cuando sea respaldado por la validez de los exámenes a los que somete a sus pacientes. Sigamos este sencillo consejo y creámosle a la palabra escrita: ella tiene en si misma más peso que cualquier sentir de hombre o mujer alguno.

1 comentario:

mari canaria dijo...

Dentro de unas semanas la gente de todo el mundo comenzarán a preparar la navidad, y Jesucristo es el protagonista de esas fiestas. Y aunque hay muchos que solo se acuerdan de él en solo en días señalados, haríamos bien en meditar la razón por la que vino a la tierra y recordar el sacrificio que hizo por toda la humanidad. Juan 3:16 nos menciona que “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que ejerce fe en él no sea destruido, sino que tenga vida eterna.

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